En todos los tiempos ha existido una minoría política que se presenta como el reflejo de la voluntad y acción popular y que, paradójicamente, mantiene separado al pueblo de los ámbitos de decisión y discusión política.
La progresiva especialización de la actividad política -interpretar la política como una profesión- refuerza la percepción de que la actividad del poder es una cuestión de la exclusiva competencia de lo que se viene llamando “clase política”, cuando sobre el papel, por definición y en virtud de la igualdad, todos debemos formar parte de esa casta.
Hay que reivindicar la política, la participación política, desde la comprensión de su desprestigio actual, que se debe a la práctica corrupta de determinados políticos, a su incapacidad manifiesta para desarrollar los programas que exponen o para manejar las cuestiones de estado, a su falta de perspectiva más allá de poner parches y ocultar la basura bajo la alfombra y, por encima de todo, a la deliberada y machacona campaña que, desde el seno de las dos organizaciones que se alternan en el poder, se efectúa sembrando la suficiente confusión como para que la gente deje en sus manos el ejercicio de tal obligación, el ejercicio del poder.
Las razones para la desilusión y la cada vez menor participación del ciudadano en la vida política hay que buscarlas en:
- La propia conducta de los políticos en el poder.
- La ausencia de medios para que las propuestas alternativas lleguen realmente a la gente.
- La citada restricción de la práctica política a los políticos, la política como profesión en detrimento de la política como voluntad y acción colectiva.
- La separación, alejamiento, divergencia, divorcio, entre la política y la vida personal, el elevado porcentaje de gente que piensa que la política no tiene que ver con su vida y el elevado número de los que, aun admitiendo que la política y nuestra vida social van íntimamente relacionadas, están alienados por la idea de que no pueden hacer nada para influir sobre ella.
Pues bien, hace mucho tiempo, siglos ya, alguien mucho más versado que todos nosotros -tanto los que no queremos participar por distintos motivos y los que tampoco queremos pero sí entendemos que es nuestra obligación, como los que queremos y participamos activa y positivamente e, incluso, hasta la ridícula minoría que participa solamente para sacar un provecho personal y nos da mala fama a todos-, llegó a la conclusión, todavía no refutada, de que la no participación es la muerte de la democracia.
La democracia no es la fuerte estructura rígida de las autocracias, ni un sistema totalitario basado en el terrorismo de estado, la democracia se asienta sobre el poder ciudadano y el equilibrio entre derechos y deberes, si ese apoyo y ese equilibrio se debilitan hasta perderse, la democracia muere en favor del totalitarismo.
Nosotros, ciudadanos, no estamos aquí, aunque la mayoría de las veces lo parezca, solamente para pagar impuestos y votar. Somos la soberanía del sistema y aunque el nuestro, raro y anacrónico tiene un soberano, somos el poder supremo.
Ese poder se ejerce manifestando nuestra opinión, criticando y protestando ante los actos, faltas y hasta fechorías de nuestros representantes elegidos o haciendo propuestas a través de mecanismos de presión, como organizaciones no gubernamentales o asambleas de partidos, en nuestro caso según una estructura comarcal-regional-federal.
Trabajamos para construir un proyecto positivo participando, no pretendemos aniquilar el sistema, únicamente transformarlo en algo mejor, viable, ecológico y sostenible.
José M. Pin Martín
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